sábado, 1 de abril de 2023

Las puertas de la felicidad se abren hacia fuera

 Kierkegaard sostiene que «la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro, sino hacia fuera», por eso, en muchas ocasiones, nos damos cuenta que cuando ayudamos a alguien que no conocemos (o incluso conocemos) nos sentimos bien; cuando participamos de las alegrías de nuestros hijos, de nuestro cónyuge, nos sentimos bien; cuando vemos una acción valerosa, un gesto heroico en otras personas, nos sentimos bien. Si pensamos un poco sobre este particular, inmediatamente nos damos cuenta que encontramos la felicidad en acciones que se dan  fuera nuestra y que nos provocan un gozo que difícilmente se puede describir.



Más todavía, si yo realizo una acción buena, la realizo sobre otro (u otra cosa). El yo no puede actuar sobre el yo porque la acción está siempre orientada a la exterioridad. Otra cosa distinta es el placer o gozo que yo experimento cuando realizo una acción.

En caso contrario, estamos hablando del individualismo, del egoísmo, del solipsismo. El encerrarnos en nosotros mismos nos lleva a la frustración, a la tristeza y todavía peor, a creer que somos el centro del universo, el ombligo del mundo. Una persona egoísta es, ante todo, un desgraciado y, además hace desgraciado a los que están a su lado.

Por eso, se es feliz cuando se vive con la mirada puesta en el espíritu de servicio, en nuestra aportación a los demás. Cuando el otro está en primer lugar: primero el otro, después el otro y si queda algo para él. Es la entrega total, sin condiciones, sin reservas, sin guardarme nada. Solo así se es verdaderamente feliz y las dificultades y los problemas tienen un cariz menor.


Esa entrega, ese darse del todo, es lo propio del amor. Por eso, a las personas enamoradas se les ve tan felices. Aquel que quiere, que quiere de verdad, no le importan sus sufrimientos, sino la felicidad de su cónyuge. La consecuencia de esa entrega es la alegría, la felicidad. Es por tanto una acción de ida y vuelta. Si consigo que los demás sean felices, yo soy feliz.

Pero como nadie da lo que no tiene, es conveniente poner la proa en conseguir aquellos valores que harán que mi entrega a los demás (mi cónyuge, mis hijos, el resto de mi familia, mis amigos…) sea fructífera.

Por tanto, encerrarnos en nosotros mismos, estar sólo pendiente de mí mismo, es condición segura de infelicidad.

El bien me viene de fuera, lo ético me cae de arriba y a pesar de mí mismo mi ser se encamina hacia otro.

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