domingo, 30 de abril de 2023

Lo que de verdad importa

     Cuando llegamos a una determinada edad nos planteamos qué hemos hecho, qué hacemos y qué vamos a hacer con nuestra vida a partir de ese momento. Suele ocurrir eso en determinados momentos de nuestra biografía: el joven universitario que acaba su carrera y tiene que decidir entre seguir estudiando o incorporarse al mundo laboral (o las dos cosas);  cuando has cumplido los cuarenta (o cincuenta) y una mañana te levantas, te miras al espejo y piensas las cosas que has dejado por hacer y aquellas que te gustaría todavía realizar; cuando dejas tu vida profesional activa y no sabes dónde ir ni qué hacer porque ya no tienes un proyecto profesional. Sin ánimo de agotar el tema, en estos tres indicadores vemos claramente que hay un momento de reflexión sobre nuestra vida y nuestro trabajo, sobre nuestras inquietudes y nuestros deseos, sobre nuestros anhelos y nuestras expectativas a veces no cumplidas.

                Y es que, prácticamente, toda nuestra vida está orientada al trabajo que, lejos de entenderlo como un modo de dignificación, se entiende, sobre todo en el siglo XXI, como el elemento fundamental de la sociedad del rendimiento tal y como apunta el filósofo Byung-Chul Han. En ese sentido, y siguiendo a este filósofo, somos sujetos de rendimiento, emprendedores de sí mismos, y con un exceso de positividad que ve en todas las acciones un modo de conseguir aquello que yo me he propuesto: tener un mejor cuerpo, conseguir unos objetivos empresariales, maximizar la producción. Todo esto nos lleva a una serie de patologías, no ya virales, sino neuronales, motivadas por el agotamiento que provoca la presión por el rendimiento. “El síndrome de desgaste ocupacional no pone de manifiesto un sí mismo agotado, sino más bien un alma agotada, quemada  (…) lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, como nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderno” (La sociedad del cansancio). Hacer, rendir, producir, son la cara de una misma moneda. 


          Nos encontramos con un hombre que se explota a sí mismo, que no necesita de otros para dejar de lado a su mujer o su marido, a sus hijos, a sus padres, a sus amigos y dedicarse casi en exclusiva al rendimiento.

        ¿Y qué ocurre cuando nos damos cuenta que la vida activa no es todo? ¿Qué pasa cuando nos percatamos que no hemos visto crecer a nuestros hijos, que nuestro cónyuge ya no nos necesita porque ha aprendido a estar solo? ¿Qué sucede cuándo empezamos a ser conscientes que la vida que llevamos no es vida? En general, es el momento de la depresión que se desata en el momento en el que el sujeto de rendimiento ya ‘no puede poder más’. Al principio, la depresión consiste en un cansancio del crear y del poder hacer. El lamento del individuo depresivo, ‘Nada es posible’, solamente puede manifestarse dentro de una sociedad que cree que ‘Nada es imposible’. No-poder-poder-más conduce a un destructivo reproche de sí mismo y a la autoagresión” (La sociedad del cansancio).


             Ha llegado, por tanto, el momento de recuperar el gusto por volver a entusiasmarse con el otro; primero mi pareja, mi cónyuge, aquel o aquella con la que quiero envejecer, aquel o aquella con quien voy a pasar a el resto de mi vida en una común-unión que nos lleva a recuperar el cuidado de las cosas pequeñas, de aquellas cosas que nos hacen felices, pasando tiempo juntos, teniendo proyectos en común que se materializan en los hijos, sabiéndonos hijos de unos padres que han hecho eso mismo por nosotros y, en fin, renovando día a día el amor hacia aquellas personas a las que quiero y por las que vale la pena luchar. 

jueves, 27 de abril de 2023

Sócrates y el pensamiento moderno

 «Conócete a ti mismo», quizá el pilar fundamental de la enseñanza de Sócrates, parece la máxima contraria al globalismo presente, donde nadie se «conoce» excepto a través de los demás.

En el artículo que dejo en esta entrada publicado en El Debate el autor, Mario de las Heras, reflexiona sobre estos tiempos de revisionismo y cultura woke. 

Puedes leer el artículo completo AQUÍ .






domingo, 23 de abril de 2023

El paso del tiempo

Aunque el tiempo pasa para todos... (incluyendo este Whooper), no todos envejecemos igual. Me pregunto de qué manera estoy envejeciendo yo. 




miércoles, 19 de abril de 2023

Filosofía: el valor de lo inútil

 La filosofía, por ser precisamente lo más inútil, no sirve de medio para otra cosa. Se persigue por ella misma, porque necesitamos llenarnos de verdad. No contemplamos para ganar dinero o para paliar las necesidades de la vida. Necesitamos contemplar porque nos hace mejores y vuelve dichosa la vida.

 Puedes disfrutar del artículo completo en este ENLACE



lunes, 17 de abril de 2023

Tú decides tu futuro

 Un anuncio para recordarnos que el futuro lo decides tú. 


Junto con este anuncio te recomiendo un libro que siempre me ha resultado inspirador. Tu futuro es hoy de Laura Chica y Francisco Alcaide. 





sábado, 15 de abril de 2023

Dirigirse al bien


Me ha gustado mucho la entrevista que Álvaro Sánchez León hace a David Cerdá en Aceprensa.  Aquí la dejo.  
Puedes descargarla en este ENLACE




 

domingo, 9 de abril de 2023

El hombre: un ser-para-el-amor

 


         De nada se habla tanto (y a veces tan mal) como del amor: la literatura, la música, el cine nos hace participes de amores imposibles o bucólicos, de amores furtivos y esquivos, de amores no correspondidos o apasionados… en cualquier caso nada como el amor, algo de lo que se nos juzgará en el atardecer de la vida.


            Pero, hablar del amor desde un punto de vista, si se quiere, filosófico es “complicar” una realidad a la que todos estamos llamados. El hombre es un ser-para-el-amor. Esa es la primera gran verdad con la que nos encontramos: creados por amor, creados para amar. 

        Así pues, amar a otro es amarle con sus defectos, no de una manera provisional o condicionada (“te quiero, siempre y cuando no tengas este defecto”) por eso debemos tener el empeño de hacer los momentos cotidianos amables para no sentirnos defraudados al descubrir los defectos: necesitamos entonces querer los defectos del otro y ayudarle a corregirlos y corregirnos. Algunos modos para conseguir esto puede ser adaptar las costumbres y gustos buscando aficiones comunes, sintiendo las necesidades del otro como propias: aunque sé que el otro es único e irrepetible, sufro cuando sufres, porque sufres, en activo, soy feliz si tú eres feliz. Además, debemos darnos cuenta de las necesidades del otro porque el amor exige atención. En definitiva, se trata de que el “yo” se convierta en un “tú” y en un nosotros. Entonces, es preferible ser parte de la solución que parte del problema porque si estamos agobiados, agobiamos; si estamos tristes, entristecemos; pero si estamos contentos, alegramos a los demás la vida. En definitiva, necesitamos creer, sentir, saber y querer que podemos conseguir las cosas: ¡hay que creérselo!

            Quienes aman de veras ponen en comunicación el núcleo más íntimo de sus respectivas realidades: el acto personal del ser. Lo que se ama es el ser de la persona querida desde y con el propio ser. Y, por tratarse de personas, los actos de ser de una y otra, si no propiamente eternos, son siempre inmortales.




            El amor interpersonal o nace eterno o lo hemos positivamente matado o es que en realidad no ha nacido: pues no puede confirmarse un ser-para-siempre de forma provisional: es un “te amo para siempre” o no te amo (o no es amor).


            Junto al anhelo incondicional de que viva, de que sea, el amor reclama para el sujeto querido que sea bueno, que viva bien. Lo natural para el sujeto humano es crecer. De manera que no cabe propiamente querer a nadie, confirmarlo en su ser, sin anhelar al mismo tiempo que la persona querida progrese más y más, desplegando de esta suerte toda la perfección pre-contenida en ella desde el momento en que fue engendrada. 

sábado, 1 de abril de 2023

Las puertas de la felicidad se abren hacia fuera

 Kierkegaard sostiene que «la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro, sino hacia fuera», por eso, en muchas ocasiones, nos damos cuenta que cuando ayudamos a alguien que no conocemos (o incluso conocemos) nos sentimos bien; cuando participamos de las alegrías de nuestros hijos, de nuestro cónyuge, nos sentimos bien; cuando vemos una acción valerosa, un gesto heroico en otras personas, nos sentimos bien. Si pensamos un poco sobre este particular, inmediatamente nos damos cuenta que encontramos la felicidad en acciones que se dan  fuera nuestra y que nos provocan un gozo que difícilmente se puede describir.



Más todavía, si yo realizo una acción buena, la realizo sobre otro (u otra cosa). El yo no puede actuar sobre el yo porque la acción está siempre orientada a la exterioridad. Otra cosa distinta es el placer o gozo que yo experimento cuando realizo una acción.

En caso contrario, estamos hablando del individualismo, del egoísmo, del solipsismo. El encerrarnos en nosotros mismos nos lleva a la frustración, a la tristeza y todavía peor, a creer que somos el centro del universo, el ombligo del mundo. Una persona egoísta es, ante todo, un desgraciado y, además hace desgraciado a los que están a su lado.

Por eso, se es feliz cuando se vive con la mirada puesta en el espíritu de servicio, en nuestra aportación a los demás. Cuando el otro está en primer lugar: primero el otro, después el otro y si queda algo para él. Es la entrega total, sin condiciones, sin reservas, sin guardarme nada. Solo así se es verdaderamente feliz y las dificultades y los problemas tienen un cariz menor.


Esa entrega, ese darse del todo, es lo propio del amor. Por eso, a las personas enamoradas se les ve tan felices. Aquel que quiere, que quiere de verdad, no le importan sus sufrimientos, sino la felicidad de su cónyuge. La consecuencia de esa entrega es la alegría, la felicidad. Es por tanto una acción de ida y vuelta. Si consigo que los demás sean felices, yo soy feliz.

Pero como nadie da lo que no tiene, es conveniente poner la proa en conseguir aquellos valores que harán que mi entrega a los demás (mi cónyuge, mis hijos, el resto de mi familia, mis amigos…) sea fructífera.

Por tanto, encerrarnos en nosotros mismos, estar sólo pendiente de mí mismo, es condición segura de infelicidad.

El bien me viene de fuera, lo ético me cae de arriba y a pesar de mí mismo mi ser se encamina hacia otro.