Cuando llegamos a una determinada edad nos planteamos qué hemos hecho, qué hacemos y qué vamos a hacer con nuestra vida a partir de ese momento. Suele ocurrir eso en determinados momentos de nuestra biografía: el joven universitario que acaba su carrera y tiene que decidir entre seguir estudiando o incorporarse al mundo laboral (o las dos cosas); cuando has cumplido los cuarenta (o cincuenta) y una mañana te levantas, te miras al espejo y piensas las cosas que has dejado por hacer y aquellas que te gustaría todavía realizar; cuando dejas tu vida profesional activa y no sabes dónde ir ni qué hacer porque ya no tienes un proyecto profesional. Sin ánimo de agotar el tema, en estos tres indicadores vemos claramente que hay un momento de reflexión sobre nuestra vida y nuestro trabajo, sobre nuestras inquietudes y nuestros deseos, sobre nuestros anhelos y nuestras expectativas a veces no cumplidas.
Y es que, prácticamente, toda nuestra vida está orientada al trabajo que, lejos de entenderlo como un modo de dignificación, se entiende, sobre todo en el siglo XXI, como el elemento fundamental de la sociedad del rendimiento tal y como apunta el filósofo Byung-Chul Han. En ese sentido, y siguiendo a este filósofo, somos sujetos de rendimiento, emprendedores de sí mismos, y con un exceso de positividad que ve en todas las acciones un modo de conseguir aquello que yo me he propuesto: tener un mejor cuerpo, conseguir unos objetivos empresariales, maximizar la producción. Todo esto nos lleva a una serie de patologías, no ya virales, sino neuronales, motivadas por el agotamiento que provoca la presión por el rendimiento. “El síndrome de desgaste ocupacional no pone de manifiesto un sí mismo agotado, sino más bien un alma agotada, quemada (…) lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, como nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderno” (La sociedad del cansancio). Hacer, rendir, producir, son la cara de una misma moneda.
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Nos encontramos con un hombre que se explota a sí mismo, que no necesita de otros para dejar de lado a su mujer o su marido, a sus hijos, a sus padres, a sus amigos y dedicarse casi en exclusiva al rendimiento.
¿Y qué ocurre cuando nos damos cuenta que la vida activa no es todo? ¿Qué pasa cuando nos percatamos que no hemos visto crecer a nuestros hijos, que nuestro cónyuge ya no nos necesita porque ha aprendido a estar solo? ¿Qué sucede cuándo empezamos a ser conscientes que la vida que llevamos no es vida? En general, es el momento de la depresión que se desata en el momento en el que el sujeto de rendimiento ya ‘no puede poder más’. Al principio, la depresión consiste en un cansancio del crear y del poder hacer. El lamento del individuo depresivo, ‘Nada es posible’, solamente puede manifestarse dentro de una sociedad que cree que ‘Nada es imposible’. No-poder-poder-más conduce a un destructivo reproche de sí mismo y a la autoagresión” (La sociedad del cansancio).
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Ha llegado, por tanto, el momento de recuperar el gusto por volver a entusiasmarse con el otro; primero mi pareja, mi cónyuge, aquel o aquella con la que quiero envejecer, aquel o aquella con quien voy a pasar a el resto de mi vida en una común-unión que nos lleva a recuperar el cuidado de las cosas pequeñas, de aquellas cosas que nos hacen felices, pasando tiempo juntos, teniendo proyectos en común que se materializan en los hijos, sabiéndonos hijos de unos padres que han hecho eso mismo por nosotros y, en fin, renovando día a día el amor hacia aquellas personas a las que quiero y por las que vale la pena luchar.